domingo, 23 de agosto de 2015

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna” Evangelio según San Juan 6,60-69.



Libro de Josue 24,1-2a.15-17.18b. 

Josué reunió en Siquém a todas las tribus de Israel, y convocó a los ancianos de Israel, a sus jefes, a sus jueces y a sus escribas, y ellos se presentaron delante del Señor. 
Entonces Josué dijo a todo el pueblo: "Así habla el Señor, el Dios de Israel: Sus antepasados, Téraj, el padre de Abraham y de Najor, vivían desde tiempos antiguos al otro lado del Río, y servían a otros dioses. 
Y si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir: si a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al otro lado del Río, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes ahora habitan. Yo y mi familia serviremos al Señor". 
El pueblo respondió: "Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. 
Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud, a nosotros y a nuestros padres, y el que realizó ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios. El nos protegió en todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por donde pasamos. 
Además, el Señor expulsó delante de nosotros a todos esos pueblos y a los amorreos que habitaban en el país. Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que él es nuestro Dios. 



Salmo 34(33),2-3.16-17.18-19.20-21.22-23. 


Bendeciré al Señor en todo tiempo, 
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el Señor: 
que lo oigan los humildes y se alegren.

Los ojos del Señor miran al justo 
y sus oídos escuchan su clamor;
pero el Señor rechaza a los que hacen el mal 
para borrar su recuerdo de la tierra.

Cuando ellos claman, el Señor los escucha 
y los libra de todas sus angustias.
El Señor está cerca del que sufre 
y salva a los que están abatidos.

El justo padece muchos males, 
pero el Señor lo libra de ellos.
El cuida todos sus huesos, 
no se quebrará ni uno solo.

La maldad hará morir al malvado, 
y los que odian al justo serán castigados;
El Señor rescata a sus servidores, 
y los que se refugian en El no serán castigados. 



Carta de San Pablo a los Efesios 5,21-32. 

Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo. 
Las mujeres deben respetar a su marido como al Señor, 
porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo. 
Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido. 
Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, 
para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, 
porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. 
Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. 
Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, 
por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. 
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. 
Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia.







Evangelio según San Juan 6,60-69.

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?". 
Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? 
¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? 
El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. 
Pero hay entre ustedes algunos que no creen". En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. 
Y agregó: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede". 
Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. 
Jesús preguntó entonces a los Doce: "¿También ustedes quieren irse?". 
Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. 
Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios". 

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna” (Jn 6,54)

    Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».

    La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.




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