miércoles, 24 de junio de 2015

“Es necesario que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30) Evangelio según San Lucas 1,57-66.80.




Libro de Isaías 49,1-6.
¡Escúchenme, costas lejanas, presten atención, pueblos remotos! El Señor me llamó desde el seno materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre.
El hizo de mi boca una espada afilada, me ocultó a la sombra de su mano; hizo de mí una flecha punzante, me escondió en su aljaba.
El me dijo: "Tú eres mi Servidor, Israel, por ti yo me glorificaré".
Pero yo dije: "En vano me fatigué, para nada, inútilmente, he gastado mi fuerza". Sin embargo, mi derecho está junto al Señor y mi retribución, junto a mi Dios.
Y ahora, ha hablado el Señor, el que me formó desde el seno materno para que yo sea su Servidor, para hacer que Jacob vuelva a él y se le reúna Israel. Yo soy valioso a los ojos del Señor y mi Dios ha sido mi fortaleza.
El dice: "Es demasiado poco que seas mi Servidor para restaurar a las tribus de Jacob y hacer volver a los sobrevivientes de Israel; yo te destino a ser la luz de las naciones, para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra".



Salmo 139(138),1-3.13-14ab.14c-15.
Señor, tú me sondeas y me conoces,
tú sabes si me siento o me levanto;
de lejos percibes lo que pienso,
te das cuenta si camino o si descanso,

y todos mis pasos te son familiares.
Tú creaste mis entrañas,
me plasmaste en el seno de mi madre:
te doy gracias porque fui formado

de manera tan admirable.
¡Qué maravillosas son tus obras!
y nada de mi ser se te ocultaba,
cuando yo era formado en lo secreto,

cuando era tejido en lo profundo de la tierra.



Libro de los Hechos de los Apóstoles 13,22-26.
Pablo decía:
"Cuando Dios desechó a Saúl, les suscitó como rey a David, de quien dio este testimonio: He encontrado en David, el hijo de Jesé, a un hombre conforme a mi corazón que cumplirá siempre mi voluntad.
De la descendencia de David, como lo había prometido, Dios hizo surgir para Israel un Salvador, que es Jesús.
Como preparación a su venida, Juan había predicado un bautismo de penitencia a todo el pueblo de Israel.
Y al final de su carrera, Juan decía: 'Yo no soy el que ustedes creen, pero sepan que después de mí viene aquel a quien yo no soy digno de desatar las sandalias'.
Hermanos, este mensaje de salvación está dirigido a ustedes: los descendientes de Abraham y los que temen a Dios."



Evangelio según San Lucas 1,57-66.80.
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.
Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre;
pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran.
Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados.
Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea.
Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.

“Es necesario que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30)

    El nacimiento de Juan y el de Jesús, y sus correspondientes Pasiones, han marcado la diferencia entre ambos. Porque Juan nace cuando el día empieza a decrecer; Cristo, cuando el día se dispone a crecer. La disminución del día es, para uno, el símbolo de su muerte violenta. Su crecimiento, para el otro, la exaltación de la cruz.

    Hay también un secreto sentido que el Señor revela… en referencia a esta frase de Juan sobre Jesús: “Es necesario que él crezca y yo disminuya”. Toda la justicia humana… se había consumado en Juan; dijo de él la Verdad: “Entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan, el Bautista” (Mt 11,11). Ningún hombre, pues, es superior a él; pero no era sino un hombre. Ahora bien, en nuestra gracia cristiana, se nos pide de no gloriarnos en el hombre, sino que “si alguno se gloría, que se gloríe en el Señor” (2C 10,17): el hombre, en su Dios; el servidor, en su amo. Es por esto que Juan grita: “Es necesario que él crezca y yo disminuya.” Ciertamente que Dios ni disminuye ni crece en sí mismo, sino en los hombres; a medida que aumenta el verdadero fervor, la gracia divina crece y el poder humano disminuye, hasta que llega a su fin la morada de Dios que está en todos los miembros de Cristo, y donde toda tiranía, toda autoridad, y todo poder, mueren, y donde Dios es todo en todos (Col 3,11).

    Juan, el evangelista, dice: “Había la verdadera luz, la que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (1,9): y Juan, el Bautista, dice: “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn 1,16). Cuando la luz, que en ella misma es siempre total, crece en el que es iluminado por ella, éste decrece en él mismo cuando deja de tener lo que estaba sin Dios. Porque el hombre, sin Dios, no puede más que pecar, y su poder humano disminuye cuando triunfa en él la gracia divina, destructora del pecado. La debilidad de la criatura cede ante el poder del Creador, y la vanidad de nuestros afectos egoístas se hunden ante el universal amor, mientras Juan, el Bautista, desde el fondo de nuestra miseria, grita a la misericordia de Dios: “Es necesario que él crezca y yo disminuya”.






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