miércoles, 29 de abril de 2015

Evangelio Comentado, «El enviado no es más que el que lo envía» San Juan 13,16-20.

Libro de los Hechos de los Apóstoles 13,13-25. 
Desde Pafos, donde se embarcaron, Pablo y sus compañeros llegaron a Perge de Panfilia. Juan se separó y volvió a Jerusalén, 
pero ellos continuaron su viaje, y de Perge fueron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y se sentaron. 
Después de la lectura de la Ley y de los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: "Hermanos, si tienen que dirigir al pueblo alguna exhortación, pueden hablar". 
Entonces Pablo se levantó y, pidiendo silencio con un gesto, dijo: "Escúchenme, israelitas y todos los que temen a Dios. 
El Dios de este Pueblo, el Dios de Israel, eligió a nuestros padres y los convirtió en un gran Pueblo, cuando todavía vivían como extranjeros en Egipto. Luego, con el poder de su brazo, los hizo salir de allí 
y los cuidó durante cuarenta años en el desierto. 
Después, en el país de Canaán, destruyó a siete naciones y les dio en posesión sus tierras, 
al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. A continuación, les dio Jueces hasta el profeta Samuel. 
Pero ellos pidieron un rey y Dios les dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, por espacio de cuarenta años. 
Y cuando Dios desechó a Saúl, les suscitó como rey a David, de quien dio este testimonio: He encontrado en David, el hijo de Jesé, a un hombre conforme a mi corazón que cumplirá siempre mi voluntad. 
De la descendencia de David, como lo había prometido, Dios hizo surgir para Israel un Salvador, que es Jesús. 
Como preparación a su venida, Juan había predicado un bautismo de penitencia a todo el pueblo de Israel. 
Y al final de su carrera, Juan decía: 'Yo no soy el que ustedes creen, pero sepan que después de mí viene aquel a quien yo no soy digno de desatar las sandalias'.



Salmo 89(88),2-3.21-22.25.27. 
Cantaré eternamente el amor del Señor, 
proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones.
Porque tú has dicho: 
«Mi amor se mantendrá eternamente, 

mi fidelidad está afianzada en el cielo.»
«Encontré a David, mi servidor, 
y lo ungí con el óleo sagrado,
para que mi mano esté siempre con él 

y mi brazo lo haga poderoso.»
Mi fidelidad y mi amor lo acompañarán, 
su poder crecerá a causa de mi Nombre:
El me dirá: «Tú eres mi padre, 

mi Dios, mi Roca salvadora.» 



Evangelio según San Juan 13,16-20. 
Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo: 
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. 
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican. 
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí. 
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy. 
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".

«El enviado no es más que el que lo envía»

       Cristo ha realizado su obra redentora en la pobreza y la persecución; así también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, «a pesar de su condición divina... se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6) y por nosotros «siendo rico, se hizo pobre» (2Co 8,9). Así es también la Iglesia; y si es cierto que tiene necesidad de recursos humanos para cumplir su misión, no está aquí  para buscar la gloria terrestre, sino para predicar, incluso con el ejemplo, la humildad y la abnegación. Cristo ha sido enviado por el Padre «para evangelizar a los pobres..., curar los corazones destrozados» (Lc 4,18), «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc19,10). De la misma manera, si la Iglesia cuida con solicitud a aquellos que están afligidos por la enfermedad humana; con mucha más razón, reconoce en los pobres y en todos los que sufren, la imagen de su Fundador pobre y sufriente, y se afana a aliviar su desgracia y quiere servir a Cristo en ellos...

        La Iglesia «va hacia delante, caminando entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» (San Agustín), anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que él vuelva (1Co 11,26). Es la fuerza del Señor resucitado la que la fortifica para hacerle superar, por la paciencia y la caridad, sus penas y sus dificultades interiores tanto como las exteriores y, a pesar de todo, hacer que revele fielmente al mundo el misterio del Señor, misterio todavía escondido hasta que él mismo aparezca al fin de los tiempos en la plenitud de su luz.





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